Cuarentena. Aprendiendo el arte de no ir a ningún lado
Nuestro vecino tiene en sus manos el acompañamiento musical de la mañana, una suave voz de sirena susurra palabras que entre sueños no soy capaz de descifrar.
Abro los ojos. Al segundo pienso en los enfermos, en la ciencia, la estadística, en los muertos, el desempleo, en mi recién adquirida mascarilla para luego preguntarme qué desayunar.
Las interacciones sociales se aglomeran en el móvil, saludos a la distancia, charlas en pasillos virtuales, bromas políticamente incorrectas. El noticiero ofrece el conteo del día y, con la guía de videos por internet, me vuelvo experta en algún tema de impacto mundial – durante 5 minutos – para luego dar pie a un tutorial de jardinería. Hablo con mamá, pregunto por casi todos los miembros de mi familia a quienes comienzo a echar de menos a pesar de nunca verles. Me doy un baño, las gotas amables se toman el tiempo de pasear lentamente por mi cuerpo. Extraño el abrazo prometido.
Dotar de significado a una amenaza que trastoca cada aspecto de la vida, parece una tarea imposible. Hacer uso de los clásicos recursos de optimismo se siente poco natural.
En el pasado, jugando con la idea de protagonizar una película apocalíptica, confiaba que encajaría con el personaje que nunca pierde el brillo de sus ojos o aquel encargado de cuidar el fuego en el universo de Cormac McCarthy. Hoy no podría estar más alejada de ese ideal. Soy el personaje que se queda con los ojos en blanco y se las arregla para teletransportarse a una realidad alternativa en busca del silencio absoluto. Esperando – mientras no espero – descubrir la pista omitida en toda esta historia.
No hay manuales digitales que preparen a las mujeres y hombres del futuro a aceptar que, por un tiempo, no podremos acceder a todo lo que decimos anhelar. Pero algunos libros develan claves, algunas notas musicales ofrecen bálsamo y el sonido de la naturaleza trae de vuelta una noción: que dentro de nuestro propio ser, mantenemos lo esencial. Y en lo esencial lo está todo.